An encounter with Santa Claus/ Un encuentro con el Viejo Pascuero

Picture by Peé Annett/2008.

A travel article on my visit to Santa Claus in Rovaniemi, Finland, published in Domingo the Travel Magazine of El Mercurio newspaper/ Un artículo de viajes sobre mi visita al Viejo Pascuero en Rovaniemi, Finlandia, publicado en Domingo, la Revista de Viajes de El Mercurio.

Santa Claus (spanish) Domingo Magazine Enrique Núñez Mussa (PDF)

Advertisement

Entrevista Chef Stephen Worsley

Entrevista al chef viajero Stephen Worsley  publicada en Domingo de El Mercurio.

Foto: Worsley en las estación de trenes de Oregon.
Gentileza Teresa Dufka.

Stephen Worsley
El chef vagabundo

Trabajó en el restaurante de los Kennedy, fue cocinero personal de Boy George y sólo piensa en viajar y viajar. Ahora se pasea por Chile.

Por Enrique Núñez Mussa
Lleva pantalones cortos, polera, chalas con calcetines y sombrero de paja.
Stephen Worsley nació en San Francisco y, a sus 53 años, le gusta catalogarse como “vagabundo”. “Sé que esa palabra tiene una connotación negativa, pero no hay otra manera de definir la forma en que viajo. Iré a cualquier lugar en el momento que yo quiera”, dice.
Sin hogar establecido ni lazos familiares, lleva más de 30 años viajando solo, tiempo en el que se ha dedicado fundamentalmente a probar sabores y cocinar. Hoy, dice, conoce 114 países.
Partió en 1976, preparando comidas de forma amateur para sobrevivir mientras recorría Europa. Y siguió así hasta que lo aceptaron en la École Hôtelière, la escuela de hotelería más antigua a nivel mundial, creada en 1893.
Como vagabundo que se siente, Worsley no va al cine con regularidad, pero hay una película que no podía perderse: Julie & Julia. “Julia Child era una mujer con mucha más actitud que la interpretada por Meryl Streep”, dice de la mujer que lo amadrinó y que le consiguió un cupo en The Culinary Institute of America, en Nueva York. De allí salió convertido en chef y consiguió su primer empleo en La Caravelle, un restaurante de Manhattan fundado por Joseph Patrick, el patriarca de la familia Kenned. Más tarde trabajó en el restaurante Seasons de Hong Kong y, de paso por Inglaterra, en una cena en la que cocinaba, conoció a Boy George, que terminó contratándolo como su chef personal. “Alimenté a Sting y a muchos actores de cine”, dice.
Pero los viajes volvieron a llamarlo. Hace un año y medio, en Madagascar, entabló amistad con un grupo de croatas que lo invitaron a las Islas Galápagos. Durante la travesía, el capitán del barco le ofreció cocinar en un crucero de su propiedad. Worsley aceptó, se asociaron, y ahora el vagabundo pasa tres meses del año navegando y cocinando para turistas que recorren la costa de Dalmacia. El resto del tiempo viaja por el mundo.
-¿Qué países te han impactado más por su comida?
“Lo que más me atrae de un país son los mercados. Ahí es donde están los mayores secretos culinarios. Se me vienen muchas ciudades a la cabeza: Calcuta, Seattle, Estambul, Bangkok, Manila, Helsinki, Oaxaca, Hong Kong. Piensa que la sopa de cebolla al gratín nació de los campesinos en el desaparecido mercado Les Halles en París”.
-¿Cuáles son las comidas más extrañas que has probado?
“Me encantaron los insectos en Sri Lanka. También adoro los marisco. De todas maneras, lo más raro fue el tiburón secado al aire en Islandia: tiene un sabor muy suave”.
-¿Qué países te han decepcionado?
“En Inglaterra no tienen ninguna tradición de comida continental. Sólo les interesa llenarse. Tampoco se me olvida Mongolia: tomar el té preparado con manteca rancia es algo para hacer una sola vez en la vida. La tradicional comida norteamericana no es mala por su sabor, pero sus porciones son ridículas”.
-¿Y la comida chilena?
“Estoy especialmente interesado en su fauna marina. De hecho, vine a Chile porque soy pescador aficionado y después de Santiago pretendo ir a pescar a la Patagonia. Y mira el vino de acá. Las etiquetas no necesitan explicitar que se trata de un producto orgánico, porque simplemente lo es. Es como el té en la india. El mismo vino que en Estados Unidos cuesta 25 dólares, acá me costó sólo 5”.
-¿Cuánto dicen los sabores sobre un país?
“Son pequeños detalles. En Chile los platos están llenos de colores, pero los sabores son suaves. Eso habla de un país. En Inglaterra hay muy pocos altos y bajos en los sabores: todo es neutro. Y en Japón la comida es muy salada. En la India se come con las manos, eso ya marca una diferencia, y los platos son disímiles unos de otros. Esas son señales”.

Patagonia

Patagonia
Fotos: Enrique Núñez Mussa.

An adventure in the deepest Chilean Patagoni, to reach the imposing O’Higgins Glacier, that I wrote and photographed for Domingo the Travel Magazine of El Mercurio Newspaper. You can read the article directly at El Mercurio in this link. Here you will find a slide with more pictures.

Una aventura en lo más profundo de la Patagonia Chilena hasta llegar al imponente Glaciar O’Higgins que escribí y fotografié para Revista Domingo del Mercurio. Pueden leer el artículo directamente en El Mercurio acá. En este link encontrarán un slide con más fotos.

Villa O’Higgins
La nueva era del hielo

En la Patagonia chilena está uno de los cuatro glaciares más grandes de Sudamérica.

El hielo es poroso, lleno de cráteres y pequeñas puntas que se entierran suavemente en tus mejillas. El sabor del whisky va perdiendo intensidad mientras pasa por la garganta y el frío se va esfumando. Un pedazo del glaciar O’Higgins se derrite en tu boca y va a terminar directo en tu estómago. Eso, sin dudas, es la Patagonia profunda.

Sobre la cubierta de la Quetru, una embarcación para sesenta personas, al frente observas uno de los cuatro glaciares más grandes de Sudamérica y la entrada a los Campos de Hielo Sur.

A 500 metros de distancia, el glaciar parece una gran paleta de helado que podrías sujetar y comer durante horas. Pero para apreciar sus 754 kilómetros cuadrados de puro hielo blanco y celeste hemos pasado dos días de camino sentados en una camioneta.

La travesía comienza en el aeropuerto de Balmaceda. Sólo una camioneta con tracción adecuada será capaz de avanzar por el ripio de la Carretera Austral y no te abandonará en medio de la nada. En el aeropuerto lo saben bien y los cinco puestos de rent a car cuentan con vehículos preparados para correr sobre barro y nieve, si es necesario.

El objetivo es llegar a Villa O’Higgins, la localidad donde te hospedarás para poder alcanzar el glaciar. Como dice uno de los guías y empresario turístico, Alejandro Macaya: “allá el concepto es unplugged”. No hay más opción, dicen, y desde ya es mejor olvidarse de encender el celular y nunca preguntar por Wi-Fi: los gauchos no necesitan más que charqui y mate para ser felices.

La única “gran” ciudad entre Balmaceda y Villa O’Higgins es Cochrane, que se anuncia sobre los cerros con letras blancas a lo Hollywood, y sirve para aprovisionarse en su tienda que se define como “Supermercado-Ferretería y Mercaderías en General”.

Después de más de cuatro horas por la Carretera llega un punto en el que te acostumbras al paisaje y quedas hipnotizado mirando por la ventana. Ya no analizas, y sólo dejas que los colores entren por la retina y que se procesen solos (aún no sabes que se quedarán grabados para siempre).

Pasan cerros de eternas faldas verdes y cumbres nevadas en un eterno loop; interrumpido con riachuelos, chivos y decenas de vacas echadas en medio del camino. Si tienes suerte, verás huemules.

En algunos tramos, el paisaje adquiere connotaciones tétricas: árboles muertos de ramas torcidas dan cuenta de incendios forestales. En otros, como por ejemplo, cuando se llega a Puerto Yungay, uno se encuentra con tipos como Francisco Velásquez, quien a sus 64 años se enorgullece de tener el baño más solicitado entre Cochrane y Villa O’Higgins.

Puerto Yungay tiene diez habitantes, y Velásquez es el dueño de la única tienda con baño público del pueblo, que cuesta 200 pesos. En esta parada termina el primer tramo de la Carretera Austral. Para continuar hay que subir en auto a un ferry gratuito del Ministerio de Obras Públicas, que cruza el Fiordo Mitchell.

Después de eso, por fin, estarás a tres horas de Villa O’Higgins.

Pueblo solitario

Un letrero da la bienvenida y el cielo opaco será el denominador común de un lugar en que la lluvia parece actuar en base a la intuición: cuando llegas a Villa O’Higgins es muy probable que comience a llover.

En Villa O’Higgins no hay mucho que hacer. Minúsculas casas de madera unas junto a la otras, escasos transeúntes, una casa de madera amarilla con el exagerado apelativo de “supermercado” y otra que ofrece teléfono fijo y fax.

El alcalde es el panadero del pueblo, el colegio llega hasta octavo básico, algunos vecinos aún llevan el cuchillo al cinto y la conexión a internet funciona con antenas y se cae cada media hora “para que nadie baje archivos pesados”, como dicen.

Éste es uno de esos lugares de los que sólo quisieras escapar, como lo hacen la mayoría de los jóvenes de aquí cuando van a continuar sus estudios secundarios a Cochrane o Coyhaique.

Sin embargo, Hans Silva, de 40 años, se quedó. Geógrafo de la Universidad Católica, llegó hace 20 años para trabajar en un proyecto de Servicio País. Aquí se enamoró, casó, tuvo dos hijas, trató de ser alcalde, se convirtió en concejal, formó el cuerpo de bomberos, se hizo experto en la zona y ahora es el mejor guía para conocer los hermosos senderos del sector.

“Este fue elegido como uno de los mejores trekking de la Patagonia, según Lonely Planet”, dice Hans (después te mostrará la guía). En el camino, te encantaría compartir todo el tiempo su entusiasmo, pero a medida que avanzas por el sendero, rodeado de coihues, canelos, lengas y calafates, piensas que no deberías haber comido esos churrascos en la carretera y, menos, bebido esas cervezas D’olbek elaboradas en la zona.

En la ruta descubres que en los cerros que rodean Villa O’Higgins existe una dimensión paralela. Partiste desde la aldea caminando hasta el mirador Cerro Santiago, donde se pueden ver las casas desde arriba. Luego, un camino de tierra se interna en un bosque que combina diferentes escenarios: vegetación pura, barro hasta los talones, tierra seca, troncos y una empinada subida para llegar al Mirador del Valle, una planicie con caballos donde el sonido que domina es el canto de pájaros carpinteros.

On the rocks

Pero el trekking es sólo un aperitivo: el mayor encanto de Villa O’Higgins es el glaciar con el apellido del mismo prócer.

En menos de una hora, en un minibús llegas a Puerto Bahamondes, donde embarcas en la Quetru, para navegar durante cinco horas el Lago O’Higgins y enfrentar la gran masa de hielo.

En la proa hay nueve bicicletas de mochileros que bajan en la única parada que haremos a mitad de camino, en Candelario Mancilla (aunque de manera estricta no es una isla, con sus 23 habitantes, se parece mucho a una).

El Lago O’Higgins es casi un pequeño mar, tiene olas y corrientes que con mal clima pueden obligar a suspender el viaje. Todos van dentro sentados en las butacas, pero la emoción de verdad está en la cubierta, donde el viento pega fuerte en la cara.

Llevas gorro, bufanda, cuatro capas de ropa, guantes y aún así el frío te impide mover el cuerpo como quisieras, el barco se balancea y la sensación es la de un parque de diversiones. Sacas la cámara y el choque de las olas llega hasta tu lente, que se llena de gotas. Te sacas un guante para disparar y ya no sientes tu dedo. Estiras los brazos y la chaqueta se infla con el viento, mientras los músculos de tus piernas se tensan para no caer. Entonces, el mar se calma, giras y te das cuenta de que ya no estás solo: ahora Hans está en silencio sobre la cubierta mirando el paisaje.

El verde de los cerros contrasta con el blanco de los hielos.

El Glaciar O’Higgins aparece ahí, al frente, enorme. Subes a un zodiac para verlo aún más de cerca. El viento es cada vez más intenso y puedes ver la variedad de texturas y colores que genera el brillo del sol. La postal es memorable. No queda más que brindar con whisky.
En el camino de vuelta a Villa O’Higgins, te sientas junto a Hans, y le preguntas lo inevitable: ¿por qué escogiste este lugar?

“Porque tiene el carácter de lo remoto, de lo lejano que se ha ido perdiendo con la modernidad. Acá puedes estar lejos de todo. Tienes la oportunidad de encontrar lugares salvajes que te entregan elementos para alimentar el espíritu”, responde.

La última noche en Villa O’Higgins, abren especialmente las puertas de un restorán para los únicos visitantes y el cordero se asa al palo.

Hans, ese día, cumple 40 años y su esposa lleva una torta.

Las paredes son de madera, hay sopaipillas y el calor de la salamandra.

Hans pide tres deseos, sopla las velas y sus hijas le entregan un regalo envuelto en papel café. Afuera, llueve.

En Villa O’Higgins el concepto es “unplugged”. Aquí los gauchos no necesitan celulares ni Wi-Fi para ser felices. Sólo un buen mate.

Pasear
En Villa O’Higgins hay sólo una agencia de turismo, Hielo Sur, que tiene el minibús para recorrer la aldea y la Quetru, el barco que lleva hasta el glaciar (cuesta 75.000 pesos). En este momento, están construyendo el primer lodge de la zona, que será inaugurado a mediados de enero próximo. Más información en http://www.hielosur.com

Texto y fotos: Enrique Núñez Mussa, desde Villa O’Higgins..