Una novela llamada Chile

Publicado en La Tercera el 12/06/2017.

Si los candidatos a la presidencia de Chile fuesen escritores, qué novela escribirían, cuál sería el imaginario de sus mundos creados, cuáles los finales felices y cuál el peor desenlace que podrían enfrentar los personajes. Si cada uno se planteara escribir una novela llamada Chile, con qué creaciones llegarían a los anaqueles de las librerías.

La retórica de los candidatos en programas de entrevistas y conversación, nos ha revelado a autores de escasa ambición por escribir la gran novela chilena. El relato de un país, nacido de la urgencia auténtica del autor por contar su versión de la historia con una voz propia, que a la vez representa a quienes lo apoyan, está más cercana a encargos editoriales retroactivos, donde importa más la foto de la contratapa y sumar una publicación a la bibliografía personal. Lo revelan así sus respuestas asimilables a las de un gasfíter que compite por presentar la mejor solución para reparar una cañería, antes que una narración inspiradora donde los chilenos encontremos la historia que nos merecemos.

Si nos concentráramos en los que ya están en la lista de los más vendidos, tendríamos obras variadas. Sebastián Piñera y Alejandro Guillier lucharían por encabezar el ranking, el primero con una autobiografía disfrazada de novela, que en apariencia trata sobre nosotros, pero cuyo protagonista es él, plagada de flash backs y raccontos, y calculadas omisiones por consejo y complicidad del editor.

El segundo, en cambio, escribiría una novela de suspenso, publicada en el formato de los folletines del siglo XIX. Una historia por entregas que por momentos pareciera clarificar el devenir de la trama, para luego dar un giro que nuevamente nos envuelve en la incertidumbre.

Ellos, claramente, publicarían con conglomerados editoriales de envergadura, aunque el segundo autor insistiría en que es un escritor sin esas presiones, sus libros se ofrecerían en supermercados y hasta llegarían a la cuneta en versiones pirata.

Más abajo en el ranking literario, estaría Beatriz Sánchez, autora de una novela por encargo, tras ser convocada por un equipo de editores jóvenes con ansias de publicar, pero sin un escritor con la trayectoria suficiente en su catálogo. Sería una novela de trama social, un drama naturalista, cuya estructura estaría predefinida, y que habría requerido una voz autoral más potente, tras encargarle la primera versión a Alberto Mayol, un escritor que no habría logrado acercarse a la lista de los best sellers con similar argumento y personajes.

Con apariciones en la prensa, pero menos impacto en librerías, Carolina Goic, Manuel José Ossandón y Felipe Kast tratarían de sumar algunos lectores. Goic con un libro que, si bien intentaría seguir los lineamientos de la novela, se acercaría más al ensayo, a una meta-novela sobre escribir, propia de una autora que afuera de su conglomerado editorial de siempre, habría encontrado nuevas libertades creativas, pero que aún estaría recalibrando su voz con ejercicios de estilo.

Ossandón habría anunciado una novela ambiciosa, pero en cambio el resultado sería un libro con errores gramaticales y de ortografía, de argumentos sonsos, personajes gruesos, abundantes escenas de acción (un capítulo se titularía: “Si hay que meter bala, hay que meter bala”), y sin espacio para adentrarse en complejidades como los fenómenos mundiales que podrían permear la trama.

Mientras que Kast, más cuidado en su estilo, privilegiaría una estructura con lógica interna, con algunos protagonistas más delineados, pero desapegada de la realidad de todos los personajes que busca retratar, con capítulos escritos con el objetivo de responder a las obras de los otros autores.

En todas estas versiones, ese libro llamado Chile, dudo por ahora que tendría el potencial de convertirse en un clásico, para después de la elección, trascender del canasto de los descuentos y continuar editándose en tapa dura para compartir repisa con otras novelas de autores como Winston Churchill o Barack Obama.

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¿Qué podemos aprender del debate presidencial francés?

Publicado en La Tercera el 07/04/2017

La transmisión donde se encontraron los cinco candidatos a la presidencia del país galo llevó el título El gran debate, versión singular del mismo nombre que recibió informalmente el ciclo de debates entre Richard Nixon y John F. Kennedy en Estados Unidos en 1960.

En 2017 el canal privado de televisión TF1, optó por convertir el apelativo en un mandato, que en gran medida se logró gracias a decisiones formales de las cuales puede aprender Chile y otros países latinoamericanos que tienen una tradición más joven en la organización de debates presidenciales televisados.

La instancia fue ambiciosa en su dimensión temporal, duró tres horas que dieron la posibilidad a los contendores de desarrollar argumentos e ideas en un espacio equitativo para los cinco. Lo que se complementó de forma clave con un formato semi-estructurado con preguntas que guiaban los temas, pero que no determinaban el desenlace de la conversación, lo que dio a los candidatos la suficiente libertad para, efectivamente, debatir entre ellos.

Dos factores fueron fundamentales para lograr ese objetivo, el primero la decisión de que los moderadores cedieran mayor protagonismo a los candidatos, evitando antagonizar con ellos, lo que tuvo como ventaja que la conversación se mantuvo dentro de los temas establecidos. A diferencia de un formato más cercano a la entrevista, como estamos acostumbrados en Chile, que da más oportunidad a los periodistas de fiscalizar a los aspirantes a la presidencia, pero dispersa la agenda y tiende a ahondar en conflictos que han surgido durante la campaña que no dan cuenta del proyecto país.

La pauta se dividió en cuatro áreas temáticas: qué presidente serán para Francia, su modelo de sociedad, su modelo económico y qué lugar ocupará Francia en el Mundo. Esto hizo que la discusión permaneciera en la gran política. Aunque hubo momentos tensos, la mayoría protagonizados por Marine Le Pen, destacando sus desencuentros con Emmanuel Macron y François Fillon, que obtuvieron la atención posterior de la prensa, convivieron con la visión de país de cada presidenciable al estar enmarcados en áreas temáticas que exigían a los candidatos un compromiso con la audiencia, superior a su rivalidad.

La disposición circular del estudio de televisión, flanqueó a los candidatos con público en vivo, que representaba a los votantes a los que debían convencer, lo que estableció claramente la jerarquía del proceso democrático y, además, facilitó que los cinco aspirantes a la presidencia pudiesen todos mirarse a los ojos para que el intercambio condujera orgánicamente a las interpelaciones mutuas.

Lo más relevante, es que desde el comienzo el debate se tomó en serio como un evento mediático que tiene un carácter ritual que aporta al proceso democrático. Las imágenes iniciales para presentar a los candidatos donde aparecían arengando a las masas, equivalía a caballeros mostrando sus armas, detalle de intención épica, consciente de que el evento es también un documento de consulta histórica.