El inapelable final

Columna publicada el 1 de diciembre de 2009 en Km Cero.

La sensación de vacío que aparece cuando se termina un semestre dura poco y se esconde como una sombra mal agradecida frente a las próximas vacaciones.

Terminar. Esa palabra se convierte en una obsesión al final de cada semestre. Se supone que el más suertudo es el primero que termina con todos los ramos, el que queda libre. Y sí, algo de suerte tiene, pero al mismo tiempo es el primero que se pierde un pedazo de existencia.
Es el primero que se aprende la programación de la tele, que descubre todos los secretos de Twitter y Facebook y el primero que empieza con los mails a los compañeros exigiendo una junta, mientras los otros no existen pensando en sus exámenes.
Las cosas cambian de un semestre a otro y a veces ocurre que ese mismo ser es el último en terminar, el que llega a una universidad vacía a encerrarse con un montón de fotocopias; el que debe ir a dar un examen a una sala repleta de caras con ansias de vacaciones, algunas algo tostadas y cientos de sandalias, que le roban un rato al verano; y por último, la más triste de las situaciones: es el personaje que no duerme en toda una noche y llega a un edificio silencioso sólo para entregarle un trabajo a la secretaria del profesor y luego volver a su casa con una libertad que no es posible asimilar hasta que han pasado las necesarias horas de sueño.
Tanto para los que terminan temprano, como para los que terminan tarde, llegará el momento en el que tomarán la micro final o harán el último viaje en Metro hacia la libertad. En ambos casos aparece una pequeña amargura, que apenas se percibe por la felicidad de las vacaciones.
En el primero, viene por estar dejando un mundo que sigue funcionando a su espalda, a amigos que seguirán viéndose por al menos un par de semanas, conversaciones en las que no podrá participar, a esa chica con la que no podrá seguir coqueteando si no es por internet y el arrepentimiento de no haber apurado las cosas como para invitarla a salir.
En el segundo, se ha generado una intimidad entre la persona y el espacio. La universidad vacía adquiere un aire distinto, enrarecido, único. Como si sin estudiantes hubiera perdido el alma y nadie más que ese alumno fuera el responsable de darle respiración artificial. De entregarle sentido a los baños abiertos, las ampolletas encendidas o a las mesas de la biblioteca.
La sensación de vacío no dura más que un par de días en los casos más extremos y luego se olvida. Empieza el verano, los amigos y la diversión en su estado más puro. En un momento llega un día en que la palabra terminar renace con más fuerza. El día más deseado de toda la carrera, el verdadero, definitivo, último e inapelable final. Como es de esperar, también debe aparecer esa sensación de vacío, pero me imagino que esta vez se queda para siempre y que con los años se convierte en nostalgia.

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